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Editorial de La Jornada
29 de enero de 2024

El jueves de la semana pasada el embajador de Estados Unidos en nuestro país, Ken Salazar, negó tener información de que las organizaciones mexicanas dedicadas al trasiego de drogas poseyeran armamento del ejército estadunidense. El diplomático respondió así a una información divulgada por la secretaria de Relaciones Exteriores, Alicia Bárcena, sobre la existencia de un tráfico a México de armas estadunidenses de uso exclusivo de las instituciones militares del país vecino.

Sin embargo, una investigación realizada por este diario prueba que al norte del río Bravo existe un vasto mercado legal de armas de alto poder y gran letalidad cuyo uso por particulares no tiene justificación alguna: desde ametralladoras hasta lanzagranadas y cohetes antitanque.

Si bien los proyectiles de alto poder que están a la venta se comercializan para colección o exhibición y se encuentran en condición de inertes o desactivados, resulta sencillo reconvertirlos a munición viva. En cambio, hay a la venta armas automáticas de alto calibre que resultan de remates de piezas dadas de baja por las fuerzas armadas y prolifera el comercio de partes para convertir las versiones civiles de fusiles de asalto en material de guerra. Lo cierto es que, aunque en Estados Unidos está prohibida desde 1986 la venta de ametralladoras a civiles, más de 741 mil de estas armas quedaron desde entonces fuera del control de la oficina encargada del control del tabaco, el alcohol y las armas de fuego (ATF, por sus siglas en inglés) y artefactos de esta clase siguen comercializándose gracias a los vacíos legales.

Pero ese negocio es sólo una parte del problema. El otro es el descontrol que impera en las instituciones militares estadunidenses sobre sus arsenales, como reconoció el funcionario del Pentágono Gabe Camarillo en octubre del año pasado: Tenemos mucho, y se acumula a lo largo del tiempo, dijo, en referencia al astronómico volumen de material bélico en poder de las fuerzas armadas de su país.

Y en efecto, esa falta de control se traduce en una cantidad desconocida de armas –ni los propios mandos militares saben cuántas– robadas o traficadas, algunas de las cuales son usadas posteriormente en la comisión de homicidios y otros delitos.

En este contexto, las autoridades del país vecino han sido incapaces de aportar información al gobierno mexicano sobre el origen de 221 ametralladoras, 56 lanzagranadas y una docena de lanzacohetes que han sido incautados a grupos delictivos en el territorio nacional y que presumiblemente proceden de los arsenales militares de Estados Unidos.

Todos estos hechos dejan entrever que al libertinaje en la venta de armas de fuego que impera en la superpotencia han de sumarse la ineficacia burocrática, la corrupción y las presiones de la mayor industria armamentista del mundo, la cual, como ha quedado demostrado, fabrica pistolas y fusiles sobre todo diseñados para ser comercialmente atractivos entre los delincuentes mexicanos.

Como se ha señalado en este espacio en diversas ocasiones, la falta de regulación y el descontrol oficial en la fabricación, venta, posesión y tráfico de armas de fuego en Estados Unidos no sólo posibilitan una verdadera exportación de muerte hacia nuestro país, sino que también se traducen en la delirante violencia sin sentido expresada en tiroteos y masacres en la nación de origen de las armas.

En tales circunstancias, la administración de Joe Biden tiene, en los meses que le quedan antes de ir a las urnas, la oportunidad de establecer medidas efectivas de control de armas y privilegiar la defensa de la vida por sobre los intereses y cálculos electorales.